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Casa Nacional del Bicentenario

Manuel Quaranta

Sobre Estallido material, de Agustín Sciannamea (Yoli)

El filósofo más importante de la Modernidad –es decir, de la historia de la filosofía–, Immanuel Kant, nacido en Königsberg en 1724 y muerto en la misma ciudad ochenta años después, escribió en su obra magna, Crítica de la razón pura, que el noúmeno, la cosa en sí, la realidad última no puede ser conocida por el ser humano, aunque sí pensada. Este, por supuesto, no es el lugar apropiado para ponerme a disertar sobre las diferencias entre el noúmeno y el fenómeno (que sí puede conocerse), sobre la síntesis trascendental de la imaginación (oscura incluso para el propio Kant) o las cuatro antinomias de la razón (que jamás entendí), pero sí es el lugar justo, y me refiero a la obra de Agustín Sciannamea expuesta en el museo del Bicentenario, para retomar un aspecto puntual del legado kantiano, a cuatro siglos exactos de su natalicio.

El retorno a Kant en el contexto específico de la instalación de Sciannamea (o sea, el cruce entre Agustín Sciannamea e Immanuel Kant) se explica porque el filósofo alemán afirmaba que el noúmeno, la cosa en sí, la verdadera realidad, objetiva, incondicionada, sin relación con el sujeto, era un X, una incógnita que jamás se le revelaría al restringido entendimiento humano y el artista argentino, a la vez, compone una serie de imágenes que remiten a una figuración aproximada: la equis (X), la cruz, la estrella.

La apuesta del artista se sostiene formalmente en líneas y colores, y semánticamente en el estallido y la incógnita, o para jugar con la interpretación, en el estallido de la incógnita, como si ya no quedara una única incógnita en el mundo sino una proliferación indeterminada de equis, de ahí la confusión reinante en el planeta Tierra. Las equis, las cruces y las estrellas comparten una particularidad, son figuras compuestas por líneas que se atraviesan, en el caso de las cruces y las equis son dos líneas las que se atraviesan, y en el caso de las estrellas un conjunto de más de dos líneas, de lo contrario serían cruces o equis.

Sumemos una coincidencia al encuentro entre Kant y Sciannamea. Kant (todo texto trata siempre, al menos, sobre dos cosas, y este texto no será la excepción, además de hurgar en la obra de Sciannamea, es un homenaje al filósofo más importante de la historia de la filosofía, lo que no necesariamente constituye un halago, diría Nietzsche) era reconocido en su pueblo (del cual no salió nunca) como el “reloj de Königsberg” –la causa del mote carece de importancia–, y desde una cierta perspectiva, ayudados por la inagotable imaginación, algunas de las figuras de Sciannamea son semejantes a las agujas de un reloj (que son, si uno lo piensa bien, dos líneas que –casi– se atraviesan), lo que produce la sensación de movimiento en las piezas cuando uno se detiene a contemplarlas.
Por un lado (aunque sea arriesgado separar), tenemos la consistencia formal de la obra de Sciannamea. las líneas, los calados, los colores, la materialidad (madera y metal esmaltado), la distribución en el espacio, y por otro, el sentido: tiempo, incógnita y estallido. Esto es lo evidente, lo que vemos y el sentido que tratamos de darle a lo visto, pero el sentido que le damos a lo visto es imposible de escindir del objeto (o de los objetos) de nuestra percepción (sigo a Kant sin decirlo).

El espectador, para estar en paz, necesita como el agua del sentido, de algún sentido donde depositar su angustia ante la nada; en consecuencia, si yo hubiese analizado solamente los aspectos formales de la obra de Sciannamea habría surgido en el público una indisimulable incomodidad (la incomodad ante la abstracción), entonces, como un último acto de magnanimidad, voy a escribir que la instalación de Sciannamea hace explotar la unicidad del saber para empujarnos a la conciencia atávica de lo múltiple.