Cuando la vimos a Keiko enfilar para la puerta de la tapicería, nos miramos con mi hermano David y nos quedamos tiesos. Caminaba despacio, y se veía que tragaba saliva a cada paso. Se quedó parada unos segundos en la puerta y después la abrió. Entró al local y sin decir nada, tiró sobre el mostrador una tela grande floreada. Desde atrás, papá empezó a preguntar qué pasaba que había tanto silencio, pero ninguno le respondió. Keiko me miró a mí con lágrimas en los ojos suplicando que no le dijera que había entrado. Agarré rápido la tela que era bastante pesada y la puse debajo del mostrador. David fue hacia el fondo del local para que papá dejara de gritar. Yo le hice un gesto a Keiko como diciéndole que después la llamaba para que me dijera qué quería. Ella hizo un gesto agachando la cabeza, caminó hacia atrás, salió, cruzó la calle y se metió en la tintorería Monte Fuji.
Cuando cerramos a las siete de la tarde, me escondí y busqué el número en una agenda vieja. Me costó un poco hasta que en una hoja suelta leí “Keiko Miyusuky”. Abajo estaba el número de la tintorería y el celular de su hermano mayor, sus padres, igual que los míos, sólo usaban los teléfonos fijos de los negocios.
Siete años atrás, mi papá me había obligado a borrarla de mi teléfono por una pelea con Kenzo, el padre de Keiko. El conflicto había comenzado en el bar de la esquina, el bar de “uña negra”, al que iban todos los comerciantes del barrio, incluidos obviamente mi viejo y Kenzo Miyusuki. Un día, en una discusión sobre política, mi viejo le dijo a Kenzo que los japoneses habían sido cómplices de los alemanes en la 2da Guerra Mundial y que se merecían Hiroshima y Nagasaki. Kenzo no respondió nada, hizo honor a sus ancestros y en silencio se levantó de la mesa y se fue a la tintorería. Después de eso, cuando lo veía a mi viejo por la calle, se cruzaba de vereda y cada vez que entraba a lo de uña negra, se sentaba en una mesa en la otra punta del bar. El tiempo pasó y ninguno dio el brazo a torcer.
Hasta que Keiko cruzó la vereda y entró a la tapicería. La llamé, el teléfono sonó una vez y ella atendió. Llorando me dijo que un cliente había dejado un tapiz para acondicionar y ella, sin querer, había quemado una parte. Estaba desesperada, si Kenzo se enteraba, la iba a matar, mucho peor, la iba a condenar al silencio eterno, como había hecho con mi papá. Le traté de explicar que yo no podía hacer nada, el único que podía arreglarlo era mi viejo, Abruj, y que dudaba que eso fuera a suceder. Keiko me rogó que lo intentara, que le inventara cualquier cosa, que no le dijera que el tapiz venía de Monte Fuji. Le dije que bueno, que iba a hablar con mi hermano a ver qué se le ocurría pero que no le prometía nada.
Al otro día, le dije a David que saliéramos al mediodía a comprar el almuerzo así le contaba lo de Keiko. Caminamos al supermercadito de los ortodoxos. Él quería comprar pastrón y pepinos y hacerse unos sánguches. Mientras hacíamos la cola para pagar, le dije que no sabía cómo hacer para ayudarla; Keiko, después de todo, había sido mi amiga por varios años hasta el incidente. David pensó un momento y me dijo que este año el aniversario de la muerte de mamá y Yom Kippur caían el mismo día. Que el viejo iba a estar más sensible que nunca y que teníamos que trabajarle la conciencia. Le dije que para mí no iba a funcionar, que había que encontrar otra manera.
-- Pensé en esto: le tenemos que decir que Kenzo anduvo diciendo en lo de uña negra que este tapiz no lo podía arreglar nadie, ni siquiera Avruj. Se lo tenemos que plantear como un reto, como si Kenzo, después de siete años, hubiera reavivado la llama de la discordia a través de una provocación pública. David pensó un rato mientras masticaba el sanguche de pastrón y pepino. Después abrió la boca y dijo:
-- No me convence.
Esa misma tarde dejamos en el mostrador el tapiz sin decir nada. Si papá preguntaba, acordamos improvisar y que la suerte decidiera por nosotros. En un momento, desde el fondo del local vimos que se acercaba en su silla de ruedas eléctrica, lo agarraba del mostrador y lo extendía para observarlo. Después, se lo puso sobre las piernas, como si fuera la manta que usaba en invierno. Por varios días no supimos nada del tema. Papá hablaba de cualquier cosa menos de que lo había encontrado, ni siquiera nos preguntó de dónde había salido. Su silencio nos preocupaba, a nosotros y también a Keiko que una tarde me interceptó en la entrada del negocio para ver si había novedades.
-- Todavía, nada. Vas a tener que esperar.
El día del aniversario de la muerte de mamá, el viejo estuvo todo el día encerrado en su taller. A la noche, cuando terminó Yom Kipur, le tocamos la puerta para ver si iba a comer con nosotros. Desde adentro, sin abrir, nos dijo que estaba ocupado, que no lo molestara nadie. Fueron horas y horas de espera.
Hasta que salió y extendió el tapiz delante nuestro. Había remendado la parte quemada de tal manera que era imperceptible. Nos miró fijamente y nos dijo:
-- Hace un mes que la imagen de este tapiz se me aparece en sueños. Noche tras noche lo remiendo y las flores siempre son diferentes, cambian todos los días de color. A veces son más grandes, a veces más chicas, pero lo que nunca cambia es que son las flores preferidas de su madre. Por eso no les pregunté de dónde había salido, simplemente me pareció lógico que después de soñarlo tantas veces, apareciera.
Le contamos a papá cómo había llegado el tapiz a nosotros, le contamos de Keiko y de su desesperación porque Kenzo no se enterara del asunto. Entonces, después de siete años, mi papá, Avruj, con el tapiz sobre la falda cruzó la calle arriba de su silla de ruedas eléctrica y entró a Monte Fuji, la tintorería de Kenzo Miyuzuki. Nosotros salimos obviamente corriendo detrás de él y pudimos presenciar el rostro grave de Kenzo y de Keiko al verlo entrar. Keiko me lanzó una mirada asesina, como haciéndome responsable por adelantado de que su padre la condenara al silencio eterno. Pero nada fue como lo esperábamos. Avruj avanzó y puso el tapiz sobre el mostrador. Kenzo pasó la mano sobre la tela varias veces mientras asentía y sonreía.
-- Nunca dudé de que fueras el mejor para remendarlo. Pero en mis sueños, cada vez que entrás a devolvérmelo arreglado, ya no estás en silla de ruedas, siempre entrás caminando.