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Casa Nacional del Bicentenario

Natalie Dzigciot

Sobre Consorcios simbióticos, de Alejo Arcuschin (La Maldonado)

Se pregunta cómo sería su vida si su infancia hubiera tenido otras texturas. Se pregunta si no las hubieron o no las recuerda. La infancia, una maraña, un solo día largo.

La trama de su niñez en la ciudad: plazas de hamacas oxidadas, pura arena y paloma renga. Arena sucia de tanta pisada y poco viento. Arena rellenando una caja vacía puesta ahí como un accidente natural, un criadero de pestes: hormigas rojas, abejas verdes, de grande a esas nunca más las vio ¿Se habrán extinguido?

Las manos de gladys despiojándola en la bañera mientras su mamá y su papá trabajaban, el clic de las liendres y el clac de los piojos explotando contra las uñas duras.
El marrón de los pezones de Gladys, que una vez le mostró. Le dijo mira, no todos son rosas como los tuyos y los de tu hermana.

Y nunca olor a sangre fresca en las rodillas porque todo lo peligroso le daba miedo.
Comer mirando la televisión, animales domésticos en forma de caniche toy y regalos. La cama llena de regalos caros cuando sus padres volvían de viaje.

Todos los días bastante iguales. La despertaban a las 7 para ir al colegio. No recuerda qué desayunaba. Llegaba tarde. Algunos días se aburría, otros no. Para merendar tostadas mirando chiquititas. Tampoco se acuerda qué hacía hasta que los grandes volvían de trabajar.
Los fines de semana iban al shopping, ese era el plan. Se elegía la ropa en Coniglio, después en Kosiuko . Cenaba McDonalds. Hacían las compras de la semana en el hipermercado del subsuelo.

Una higuera caía sobre el patio de su colegio y todo ese grupo, tan desconectado de la idea de alimento, usaba los higos como granadas. Hacían guerra de frutos. Nunca se le ocurrió llevarse uno a la boca, morder su carne dulce, su piel rugosa, su centro semilludo y un poco picante.

No comía de estación más bien todo de un paquete, pero nunca tuvo frío en su casa, ni hambre en su casa.
Respetaban su sueño, sus caprichos.
Le compraban el juguete de moda.
Su mamá la dejaba faltar a clases si hacía frío.
Su abuela le traficaba alfajores Terrabusi.
Una niñez entre algodón

El recuerdo más nítido que tiene es cuando fueron a buscarla al jardín de infantes en uno de esos carruajes que paran afuera del zoológico y dieron la vuelta al barrio.
Se sentía una princesa arrastrada por una bestia de carne, fue lo más cerca que estuvo de un animal de verdad.
A veces, todavía, cuando escucha por la ventana algo que podrían ser las patas de un caballo contra el asfalto fantasea con que uno la está esperando afuera


Una vez vio un pájaro selvático, colorido. Parecía perdido. Lo siguió, se tropezó de pera, le dieron cuatro puntos.
Una vez se incendió el sauce llorón del jardín de su edificio y los bomberos manguerearon desde su balcón, que justo daba a las ramas prendidas fuego. El living quedó lleno de marcas de tierra de las botas de esos hombres. Su cuerpo, chiquito y asustado, un poco excitado por todo el movimiento, quedó conmovido por el trabajo en equipo.
Otra vez fueron de excursión a una granja, ordeñaron una vaca, las ubres gomosas y el olor a leche fresca le dieron arcadas


Nunca fue buena jugando a nada. En el quemado, corría de acá para allá sin entender bien qué pasaba. Un día al año todo el curso daba vueltas a la manzana trotando. Las primeras en abandonar eran ella y una chica con una pierna más larga que la otra.
Tenía amigos imaginarios y algunos de verdad. Al portero del colegio lo recuerda patente con un mameluco verde y siempre un peso para prestarle, que ella nunca le devolvía. Se escapaba del aula a robar pan francés de la cocina.

A los 8 años su otra abuela la encontró mirando porno. La retó en Rumano. Después supo, le dijo: Chica sucia, no tenés remedio. nunca le contó a su mamá.

Nada cambió mucho. Y así como de chica quería ser grande, de grande piensa bastante en la niñez. Fantasea con cómo sería su vida, su personalidad si hubiera nacido en un pueblo de la provincia.
Tal vez un pueblo de campo
trepar árboles
tocar tierra
pies en arroyos
montar burros
escaparse a la tarde. Inventar horas llenas de algo en las siestas llenas de nada

Crecer y saber quienes son los ricos del pueblo, los judios del pueblo, los hijos bastardos del pueblo. El padre de quien va al bar del costado de la ruta a buscar cosas sucias de noche. Ir al almacén caminando a comprar manteca y galletitas

Quisiera saber qué le pediría a los hombres, qué a la ciudad, qué a la vida
si las texturas de su infancia hubieran sido esas.
Quisiera saber qué le pediría a su infancia

¿Le pediría las texturas de un shopping? ¿De un departamento en Belgrano con amenities? ¿La opulencia que vivió como regla y de grande se enteró, de normal no tenía nada?

Alguien algún día escribió “Miramos al mundo una sola vez, en la infancia, El resto es memoria”
Pero no, es infantil pensar que la infancia marca todo el pulso de una vida
Alguien más escribió: Dos personas que se enamoran son dos infancias que se entienden, y no, no está de acuerdo.
Dos personas que se enamoran son dos personas que se enamoran. Tal vez, a pesar de sus infancias. Tal vez no.

Con la tarde yéndose de a poco, la noche todavía un rumor agarra su cuaderno y escribe:
No conviene tratar de encontrar un destino en los recuerdos, como quien perdió referencia de futuro.
Conviene cuidarlos, a los recuerdos, para no culparlos de todo después.